Lo que no crece

 

El primer recuerdo de la casa de mi infancia es el polvo. El segundo, el viento. Y después, todo lo demás. Por todo lo demás, podría comenzar a enumerar una cierta cantidad de cosas que, en mayor o menor medida, se desprenden del polvo y del viento: la desolación, especialmente la de las 3 de la tarde, el frío, la introversión, el color sepia, la parquedad, todas las plantas que no crecen. Hace algún tiempo leí que la idiosincrasia de un pueblo se corresponde al clima donde vive. Quiero creer que con los años me he vuelto más amigable y sociable, pero durante muchísimos años después de haberme ido, el frío y la sequedad persistieron. Me fue muy difícil aclimatarme. La coraza se lleva siempre, supongo, como rasgo de evolución. 


 Una vez cuando era chica vi por la tele El día de la marmota. Los ojos tristones de Bill Murray y su comisura que parece siempre querer inclinarse en una sonrisa que no termina de llegar nunca me engancharon enseguida. Y la sensación familiar de estar viviendo siempre el mismo día. 

Trelew. Así se llama mi ciudad. En galés quiere decir Pueblo de Luis. La herencia galesa está por todas partes: en el té de la tarde, en la tarta de crema con pasas, en el pan recién horneado con manteca. En las casitas bajas, en los apellidos. En las pecas de la gente. Para llegar al borde de la ciudad, solo basta una media hora de caminata. Al llegar a los confines, puede uno pararse en puntas de pie y vislumbrar el horizonte. Claro que lo único distinguible es la tierra amarronada como foto vieja, los escalones de la meseta del desierto y una película de polvo eternamente en suspensión que hace difícil distinguir dónde termina el infierno y empieza el cielo. Y aunque se gire en 180 grados y se mire al otro lado, el paisaje es exactamente el mismo; lo único que cambia es la dirección del viento. 

Los inviernos eran largos y brutales. En los meses más fríos, en casa dejábamos las canillas abiertas para que el agua no se congelara y reventara las cañerías durante la noche. Al día siguiente amanecíamos con el patio convertido en una pista de patinaje donde nos pasábamos horas. Antes de llevarnos a la escuela, papá iba hasta el garaje y dejaba el auto en marcha mientras desayunábamos. Para mí, eso era un invierno normal. Ahora, de grande y tras haber vivido inviernos de distintas intensidades, pienso lo difícil que debe haber sido para mis papás acostumbrarse a la vida en la Patagonia inhóspita de los ochenta. 


Recuerdo la sequedad en la piel y a mi madre luchando incansablemente por tener la piel humectada, como antaño, cuando el clima benévolo de la pampa argentina se lo permitía. Y la recuerdo decir, mientras se frotaba la crema en codos, piernas y talones con ahínco, Pueblo chico, infierno grande, nena, y volvía a la tarea de embadurnarse entera con crema de ordeñe. 

A medida que crecía, los límites de la ciudad parecían encogerse, encogerse, encogerse, cercándome. Hasta que llegó un punto en que ya no había más espacio donde me entrara la cabeza. El trayecto de la escuela a mi casa, de mi casa a inglés, a la hora de gimnasia, lo hacía con los ojos cerrados. Me harté de patear polvo, de levantar la mirada y ver el color sepia de la tierra, de tener siempre la piel agrietada, los labios resecos, caminar siempre con el viento en contra o a favor, el infierno grande.

Empecé a ir cada vez más seguido a ese borde del que hablaba antes. Me paraba y estiraba todo el cuerpo intentando ver qué había más allá. Y me ofuscaba porque el polvo tapaba todo y el viento me quería hacer volar de vuelta hacia dentro del límite. Cuanto más fuerte soplaba el viento, más estiraba la cabeza y agudizaba la vista.

 

Cuando llegó la hora de decidir qué carrera cursar, elegí una con nombre importado esperando que me catapultara afuera de los confines. En casa se armó un revuelo. Mis hermanos más chicos les preguntaban a mis papás a dónde me iba a ir tan lejos. Mi papá ponía cara de circunstancia, me sugería por centésima vez que estudiara derecho en la universidad de la ciudad, me daba una palmadita en el hombro y me sonreía. Yo miraba por la ventana con asco. La que finalmente puso todos los patitos en fila fue mi mamá. Un día, mientras se frotaba la crema con fuerza en los codos, me dijo, Hija, vos te vas a ir. No importa lo que te diga tu padre, no importa lo que te diga nadie, ¿entendés? ¿Vos te querés ir? Andate.


A la terminal me acompañaron mis amigas de toda la vida, con casi todas sigo manteniendo el contacto. Cuando mi valija ya estaba metida adentro del colectivo y el chofer me esperaba solamente a mí, nos abrazamos las cinco en grupo cantando bajito Debo haber estado dando pasos al costado y mis papás me miraban desde lejos, agarrados de las manos, no entre ellos, sino agarrando cada uno su manojo de dedos hasta que casi los tenían blancos. 


De todas las veces que me quise ir, esa fue la primera. El destierro, sin embargo, es una palabra que solo sucede una vez. 


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