Diario sobre el cambio climático o Hasta que pase la ola.

 



viernes 18 de agosto


Hoy me despierto con una notificación en el celular: Severe Weather. Extreme High Temperatures expected until Friday 25th August.


Cierro la aplicación. 

La mañana comenzó con un aire fresco que entra desde los árboles con un murmullo; se cuela por las ventanas del living, de la habitación, de la cocina, hasta hacerme cosquillas en las piernas. En mi casa, el murmullo de los árboles. Respiro y me siento aliviada, afortunada. Así es vivir cerca del río. 


Me preparo el mate y me siento en el balcón a leer un rato con las piernas en alto apoyadas en la baranda. 

El calendario es, en este punto, una sucesión de números en una pantalla. Hoy, 18, el día está amarillo. La máxima será de unos moderados 32 grados. Me cebo el mate y vuelvo a la lectura. 


***


La noche me sorprende en el escritorio. En realidad, me doy cuenta de que ya es de noche porque parece que es la hora en que los vampiros salen a asesinar. Prendo la lámpara de pie y no pasa mucho hasta que veo una horda de bichos girando enajenados alrededor de la bombita de 4 watts. Mañana voy a ver sus cadáveres alrededor de la lámpara, como zombis semi-dormidos que siguen chupando el piso buscando algo que comer. 



sábado 19 de agosto


Hacer la limpieza generalizada de casa me deja como si hubiera corrido una maratón de 35 kilómetros en el medio del desierto. 

Quiero salir al balcón, pero me doy cuenta de que el aire de afuera está más caliente que adentro. Todos los veranos mi mamá inauguraba el verano cerrando persianas y ventanas hasta el fin de la temporada; mientras tanto, yo me quedaba de pie en el living,  detestando ese ambiente lúgubre y aburrido, aletargante. La casa en constante penumbra, en silencio, completamente quieta, como si la casa misma estuviera esperando que pase el calor para empezar a vivir.


Al mediodía, voy al mercado para comprar fruta y verdura. Elijo lo de estación, y me siento inteligente en mi razonamiento de que podría ser una buena forma de mantenerme alimentada sin prender ni una hornalla, ni una vez el horno. Lleno la heladera, y dejo algunas cosas en una frutera en la mesa de la cocina, como siempre que hago bajo condiciones normales de temperatura y presión. 

Estoy preparada, pienso, y me siento orgullosa. Crédula. Boba crédula. 



domingo 20 de agosto


Hoy vamos a la playa. 

Cuando llegamos, el aire sopla - caliente. Dejamos los bolsos sobre las piedras y tendemos la lona - caliente - sobre las piedras - calientes-  Recuesto el cuerpo - caliente - sintiendo como se me achicharra la piel - caliente. Con manos - calientes -, busco la botella de agua - caliente - ya. 


Me pongo de pie. Las piedras me pinchan los pies, duelen. Voy hasta el mar, no está caliente. Podría ser mi salvación. Busco avanzar, cortando la materia acuosa con el filo de mi cuerpo. Embisto embisto hacia adelante cada vez con más fuerza pero el mar quiere alejarme, expulsarme; a mí como a todo ser humano destructivo que intente penetrarlo a la fuerza. 


lunes 21 de agosto


Comenzar la semana con 30 grados hubiera sido medianamente tolerable si los aires acondicionados acá fueran medianamente habituales. No. Lo. Son. 


«Hay que pasarla», escucho, me digo, digo a otros. «Hay que pasarla» como una forma de tranquilizar o consolar. De mentir. Con descaro y alevosía. No. Quiero. Pasar. Nada. Quiero irme ya mismo al hemisferio sur y enterrarme en dos metros de nieve y escuchar el siseo de mi piel hirviendo cuando entra en contacto con algo frío. Quiero dejar de sentirme ahogada, asfixiada, encerrada por obligación auto-impuesta, un poco desesperada y agobiada, desconcentrada y achicharrada. Quiero vivir en un planeta normal, con una temperatura normal y con gente normal. 

Algo de todo eso es un gran contrasentido.



martes, 22 de agosto 


Empezar el día con mate es innegociable; hagan 18º C, -5 o 30ºC a las 8 de la mañana. 

Transpiro; lo adjudico al mate. Me siento en el sillón a tomar mate, toda transpirada. Me transpiran partes del cuerpo que jamás pensé podrían transpirar, como la rodilla o el lóbulo de la oreja. Abro la ventana y el esfuerzo me deja brillosa de transpiración. Prendo la compu con dedos sudorosos. 


Abro por segunda vez en tres días la aplicación del clima en el celular. Naranja naranja naranja. Pero la vida tiene que seguir. Pongo la correa a mi perro y salimos a dar una vuelta.

Veo que el naranja tiñó toda la ciudad: naranja en la cola de mi perro, en el fondo de los ojos, naranjas las veredas, naranjas los árboles, mi perro y yo en el parque naranja. Sus ojitos naranjas me piden algo. No sé qué darle. Me agacho y con la palma de la mano siento que la vereda quema naranja como para hacer un huevo frito naranja. Si yo estuviera descalza naranja, probablemente también miraría a otro ser vivo suplicante naranja. O con odio naranja. Con odio, bien bien naranja. Como el fuego naranja. Odio como el fuego.



miércoles, 23 de agosto


Esta mañana fui a la cocina y tuve que tirar dos duraznos, cuatro damascos, un ananá entero que había dejado arriba de la mesada. 

Me siento molesta porque a la noche no pude dormir; las sábanas estaban rasposas, o era mi piel, o el aire.

Resoplo, bufo, murmuro cosas para mis adentros que suenan a irritabilidad y antipatía. Él me abraza, me sienta arriba de la mesada. Me pasa las manos por la espalda, por el culo; las siento húmedas y rasposas. Paso las piernas por alrededor de su cuerpo y se me quedan ahí enganchadas.

No soporto más.

Faltan dos días, me contesta. No entiendo si el mensaje subliminal es Ya falta poco o Aguantá que todavía falta un montón. 

Trato de ser complaciente conmigo misma. Voy al río a sentarme a la sombra. Ahí todo está quieto, como si la naturaleza también estuviera tratando de contener el aliento, inamovible, hasta que pase la ola. Entonces sabremos qué hacer, ella como yo. Hacer el menor esfuerzo para sobrevivir a la inclemencia se nos está volviendo costumbre. Nada de esto es humanamente tolerable, pero persistimos, pienso, insistimos. 

Me pregunto si la gente que tiene hijos siente miedo algunas veces. 


T y M dicen que el cambio climático no existe. Mi perro me mira y me parece verle los ojitos hinchados. 




jueves 24 de agosto



Empezar el día viendo rojo no puede ser un buen síntoma. Algo detrás de los ojos debo tener. Venas dilatadas. Sangra eyectada. Fibras. Las vísceras.
La sangre parece brotar por los poros irritándolo todo. Del piso emana la sangre, las paredes chorrean, los edificios se funden en una masa cada vez más intangible. Dentro de muy poco, toda la ciudad va a ser una gran masa magmática.
Este es un día que empezó hace tres siglos. Salgo con mi perro a la boca del infierno; ninguno de los dos está demasiado feliz hoy.
Volvemos a casa, nos tiramos en el piso dos grados más frío y nos quedamos así un rato, narices enfrentadas. Morirme al lado tuyo sería una forma tan linda de morirme, pienso, haciendo una traducción berreta de la canción.


Tirada en el piso frío, imagino que estoy hundida en el mar. El mar no es cualquier mar; es el Pacífico, impenetrable y oscuro. Estoy hundida como un ancla, amarrada al fondo arenoso. Puedo nadar, puedo mover las aletas. Miro los flancos de mi cuerpo y veo que tengo branquias. Cómo respiran los peces.
En el futuro, cómo van a respirar los humanos. Vamos a inhalar un aire negro y espeso que va a atravesar nuestros bronquios para salir convertido en hollín en polvo.


viernes 25 de agosto


Este podría ser el último día. 


En el piso, veo que una araña se retuerce, como presa de convulsiones. Encoge las patas, se contorsiona; un torturador invisible pareciera estar pasándole la picana eléctrica por el cuerpo y ella sucumbe al dolor y muere. 


Salgo de casa y me parece percibir que el aire ha cambiado, que ha cobrado mayor densidad. Si aprieto el puño, casi puedo agarrarlo. Agarrar el aire. En. El. Puño. 


Este podría ser el último día. 


Algo en el aire huele a podredumbre, o a inmoralidad. Tal vez es de la tierra misma o es la estela que deja la gente al pasar. Afuera todo parece estar detenido: las luces del semáforo no cambian de color; los árboles;


Este podría ser el último día.


Si supieras que nunca más vas a vivir el verano, ¿qué harías? Pondrías los pies en la tierra, darías otra vuelta más en bicicleta, te atarías el pelo para sentir la humedad en la nuca, la impunidad. Cosecharías los tomates en su punto justo y harías sopa de tomate, mermelada de tomate, gazpacho de tomate, salsa de tomate. Estirarías la mano para robarle un durazno al árbol. Prepararías té frío que llevarías a una mesa que está en el jardín,  y reposarías un rato abajo de la sombra, al arrullo de las cigarras. Abrir un libro para leer dos líneas podría estar bien. 


Este podría ser mi último día.




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