Un libro naranja



Como la sonrisa es contagiosa, 

la alegría volvió al pueblo y empezó a florecer 

en el convento.

Juan Muñoz Martín, Fray Perico y su borrico



S: un ratoncito colorado con la cara llena de pecas. Yo: una nenita caprichosa e intensa que nunca supo relacionarse con el sexo opuesto, a no ser que fuera peleando. Los dos: ñoños, fanáticos de los libros y con el bochorno que esto genera a la edad de 12 años.

Era sexto grado. S era mi compañerito de banco. Llegó ya pasado el inicio del año lectivo y eso nos generó a todas las de la clase una curiosidad y fascinación inmediatas, como si hubiera aterrizado en nuestro colegio desde una nave espacial.

Su pelo era naranja zanahoria y el uniforme lo tenía siempre impecable: la corbata perfectamente anudada al cuello, la camisa nunca se le salía por abajo del sweater azul marino, el cartucho de tinta de la lapicera jamás se le explotaba. Yo, en cambio, vivía con los dedos manchados de azul, las hojas se rompían cada dos por tres y me pasaba la mitad del tiempo enfrascada en la ardua tarea de pegarlas meticulosamente con ojalillos, lo que me hacía despistarme y perder noción de lo que decía la señorita.

Ese año, la maestra de literatura había decidido que no todos leyéramos el mismo libro. Dividió la clase en tres grupos y nos asignó una lectura distinta a cada uno. Eran unos libros anaranjados de la editorial Barco de Vapor. A mí me tocó Fray Perico y su Borrico, y creo que no pude disimular la desilusión cuando vi en el dibujo de la portada a un fraile panzón, cuyo asno le acaba de tirar todos los melones cuesta abajo.

El asunto es que S se me sentaba al lado, apoyaba los antebrazos en el banco e inclinaba todo el cuerpo hacia adelante para escribir en una caligrafía perfectamente redondeada. Yo lo espiaba por arriba del brazo, fascinada por esa forma de escribir suya y envidiándole que el título que le había tocado a él, Terror en Winnipeg, era por lejos mucho más interesante que el mío, sobre todo para una nena de 12 años que siempre sintió atracción por el mundo de afuera y los nombres en inglés. Impulsada por este sentimiento de admiración-odio, lo peleaba, le decía que moviera el brazo, que estaba trasgrediendo el límite del banco compartido. Él no me daba ni cinco de bolilla, me ignoraba completamente.

Pero la mañana de un sábado, un sábado de esos soleados en los que ya se empieza a respirar la atmósfera de fin de año, fui a su casa. Y eso para mí fue un Acontecimiento: era traspasar el portal de la escuela para adentrarme en su universo, su vida privada, su vida de verdad. La tarea final de literatura que teníamos que hacer se trataba de intercambiar comentarios del libro que nos había tocado en suerte.  Cuando llegué a su casa, nos sentamos en una mesa de comedor que recuerdo redonda, o hexagonal, y lo recuerdo a él, sin el uniforme, sentado frente a mí, de espaldas a una ventana por la que entraba un sol a raudales. El pelo le brillaba naranjísimo y él, diligente, cuidadoso y con esa manera de moverse sin prisa, haciendo todo de manera muy metódica y prolija, escribía con la cabeza gacha. Yo no recuerdo haber hecho otra cosa más que mirarlo estupefacta. 

Hasta que al final, me dijo ¿Y si intercambiamos los libros? Y para mí fue como si me hubiera hecho un embrujo. S, el mago con la varita mágica, me lanzó un rayo luminoso que me cambió la vida para siempre. 

Así fue que terminé dándole al fraile panzón y él me dio Terror en Winnipeg. 

Sinceramente, no tengo idea a dónde fue a parar su libro. Recién varios años más tarde aprendería a ser más ordenada, estructurada y cuidadosa con los objetos, sobre todo, los regalados o prestados.  

Cuando llegó el fin de aquél año escolar, se fue a vivir a Mar del Plata y ya no supe nada más de él. 

Su libro, sin embargo, seguirá en algún lugar no reconocido de mi biblioteca. La intuición me dice que el mío no sigue en la suya.

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