El cuartito de arriba

 El cuartito de arriba


A Miguelito le encantaba andar en su bicicleta azul eléctrico, sobre todo ahora que la usaba sin rueditas. Le gustaba porque sentía que las piernas se le prendían fuego y le encantaba sentir cómo el aire frío que le pegaba en la cara se le mezclaba con la transpiración. Lo único que le faltaba para que su felicidad fuera completa era que le dejasen cruzar la calle, en vez de dar vueltas manzana que ya lo tenían mareado. A esta altura, se conocía cada sucesión de puertas, sabía cuándo esquivar esa baldosa floja o dónde estaba Malevo, el perro negro que siempre le ladraba, los ojos rojos y el hocico lleno de baba.

Cada vez que volvía a casa, su mamá le secaba la transpiración y le cambiaba enseguida la ropa, preocupada por que se enfermara. Su papá, en cambio, en las raras veces que notaba su presencia, emitía algún gruñido a modo de saludo y seguía su camino sin levantar la mirada de su anotador.

Miguelito no entendía bien qué hacía su papá, pero era tal su fascinación por la bicicleta que en su mente no había lugar para nada más. Quizás fue por esa fascinación que no notó que sus papás ya no salían de casa. Lo notó recién cuando no lo dejaron salir más a andar en bicicleta por la cuadra. Fue por esos días que empezó a escuchar las explosiones de afuera. Miguelito se acordaba que un día, incluso, tres tipos con rifle se metieron en el zaguán de la casa y se encerraron ahí un buen rato. Tenía mucho miedo, y su madre seguramente también, porque trabó la puerta que daba a la casa y dejó a los tres hombres ahí, encerrados en ese minúsculo espacio hasta que se fueron.

Aparte de eso, le gustaba estar en casa. Se abocó a armar circuitos por todos lados: iba desde el living, daba la vuelta a la mesita ratona y enfilaba por el pasillo, ahí pasó mi pieza, ahí la pieza de mamá y papá, uy, casi me estampo contra el horno de la cocina. Tengo que mejorar la técnica para frenar antes de tiempo, y giraba en noventa grados para salir por la cocina al patiecito, y ahí a veces se quedaba un rato, mirando aletargado la escalera de piedra que subía a la terraza y llevaba al cuartito de arriba, la zona prohibida.


Muchas veces había preguntado qué había ahí adentro, y siempre era su madre la que le contestaba:

Ahí guarda papá una pila de cosas de cuando era chico, cosas viejas, llenas de polvo, ¡sabés las ratas que deben haber ahí!

Y entonces le causaba tal repulsión la sola idea de subir y encontrarse uno de esos bichos peludos y de cola larga, como la que había visto una vez en la enredadera del abuelo, que dejaba inmediatamente las preguntas de lado.

Una noche de invierno, Miguelito se despertó sobresaltado. Estaba seguro de que había escuchado una puerta cerrarse. Gritó llamando a mamá o a papá, pero nadie le respondió. Se calzó los anteojos  y decidió salir al pasillo. Asomó la cabeza al living: vacío. Retrocedió para pasar por delante de su habitación y hasta la de sus padres: vacía. La cocina también estaba a oscuras, pero el ruido de voces lejanas le dijo que no estaba solo. Salió hasta el patiecito y se paró frente a la escalera, como tantas otras veces. Subió un escalón, luego dos. Jugueteó un rato con una piedrita que tenía forma de corazón. Levantó la cabeza y vio que por debajo de la puerta del cuartito se filtraba un haz de luz y se dio cuenta de que las voces venían de ahí adentro. Con decisión, subió el resto de los peldaños que lo separaban de la puerta. La explosión lo aturdió; no entendió bien qué estaba pasando. Lo último que vio cuando su cabeza chocó contra el piso de cemento fue un gusanito que se arrastraba perezoso a milímetros de su nariz.


***

Su madre, hasta mucho tiempo después, seguiría reviviendo la escena, siempre imaginando finales diferentes en donde ella hacía o dejaba de hacer algo que impedía que su hijo abriera la puerta del cuartito.

Aquél día, la invadió el horror cuando la bala del revólver de Juan, el compañero que había venido a darles las armas para el golpe del día siguiente, salió disparada por error justo en el momento exacto en que exclamaba con arrebato de euforia “¡Viva  Perón!”  y terminó incrustada en el osito anaranjado del pijama de Miguelito, pintándolo, como si fuera témpera, de rojo borravino.


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