La sala de espejos.

 

... y en aquél relámpago de lucidez 
tuvo consciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma 
el peso abrumador de tanto pasado.
 
GABRIEL GARCÏA MÁRQUEZ, Cien años de soledad.




Entramos y los ruidos de nuestros pasos vacíos tronaron dentro del caserón. Cuando pasamos el umbral llegó del fondo el aroma dulce embriagador del jazmín en flor que trepaba por las aberturas y que mamá cortaba religiosamente todos los diciembres.

De allí fuimos hacia un costado y entramos al vestíbulo abovedado. Las paredes húmedas y el piso de madera exhalaban un olor familiar. Coronando la sala, un Cristo desvencijado nos miraba desde lo alto con ojos vidriosos

Le dije en voz baja:

-¿Te acordás de este lugar?

-Sí, la capillita de la abuela.

-Sí, donde jugábamos.


Salimos de la capillita y fuimos juntas hasta la sala de los espejos. Todavía conservaba las alfombras persas que el abuelo había traído de un viaje. Le decíamos así porque tenía dos espejos enormes en paredes opuestas, y eso causaba un efecto caleidoscópico infinito que siempre nos había causado fascinación, como si uno pudiera ver al mismo tiempo el presente y el pasado en bucle. Siempre habíamos tenido la certeza de que esa habitación albergaba historias, una especie de biblioteca invisible con miles de historias atrapadas en el espacio entre los vidrios y en las miles de fotos que decoraban la habitación. Acá papá de chiquito tomando la primera comunión, acá una chica muy joven y muy seria en el día de su casamiento, acá un abuelo bebé con los cachetes extrañamente rosados, en esta otra el busto de un hombre muy orgulloso en traje militar. ¿De qué color serían sus ojos? 

Pasamos por delante del espejo y la imagen de cuerpo entero nos reveló que Dalmiro José tenía los ojos celestes muy pálidos, los mismos que tenía papá, y las pestañas muy rubias. Vimos también el puerto de Trieste y vimos a Dalmiro José subirse a un barco rumbo a cualquier lado. Vimos a Amancio Dalmiro nacer en casa de chapa, esa en donde Dalmiro José ponía a fermentar el repollo en barriles de madera. Vimos tranvías, periódicos, un café en el bar de la esquina donde ahora hay una torre, vimos una casa con zaguán y ventanas altas. Vimos a Amancio Dalmiro echar de la casa a Dalmiro José por tener otra mujer. Vimos el mar en invierno y así supimos dónde estaba Dalmiro José. Vimos a Gregorio Amancio andando en bicicleta por una calle de adoquines, y después por una rambla al lado del mar, y entonces supimos qué había ido a hacer. Vimos ciudades llenas de pancartas, ciudades con estruendos. Vimos escuelas tomadas y gente que desaparecía de la superficie como por arte de magia. Vimos que Gregorio Amancio lloraba desesperado en la mesa de la cocina y gritaba “¡Se lo chuparon! ¡Se lo chuparon!”. Vimos cómo soldados con metralletas entraban en la capillita de la abuela. Vimos al régimen caer en el 83 y la democrática hiperinflación del 89. Vimos a Gregorio Amancio decir “Me voy” y partir hacia el desierto. Vimos dedos discando teléfonos, dedos escribiendo cartas, dedos que hacían trucos para estirar la plata. Oímos un “¿Para qué voy a volver?” y vimos el entierro prematuro. Vimos, entre nubes de arena y vientos de sal, a nuestra madre parir tres veces. Vimos a los cinco presidentes en once días. También vimos a Gregorio Amancio volver, aunque ya era tarde para algunas cosas. Vimos que Gonzalo Gregorio cruzaría el océano en balsa para conocer la casa donde Dalmiro José había nacido, y entonces conocimos a nuestra familia. 

Vimos que las flores del jazmín adornaban una foto en la capillita de la abuela, vimos una mesa dispuesta y la luz de sol de la mañana que alumbraba un espacio que antes había sido la sala de espejos. 


Salimos de la casa. En una mano, un ramo de jazmines, y en la otra, su mano. Cerramos con llave; sabíamos, por el espejo, que el comprador estaba por llegar.


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