Matar a un puma

 


Aquí estaban, enfrentados los dos. Era una vida o la otra, no había lugar en el mundo para ambos. Y aun así, con todos los sentidos agudizados por el miedo y respondiendo solo a su instinto de supervivencia, no sabía si iba a ser capaz de matarlo. “Hay un momento en la vida de todo hombre en que Dios lo pone a prueba”; las palabras de su padre le resonaron en la cabeza. Todas las decisiones que había tomado, incluso las oportunidades que había dejado pasar, lo habían llevado a este preciso momento. Amartilló el rifle. El animal, ante el ruido, se agazapó, mostrando los dientes, la pelambre erizada. La explosión rompió el silencio de la meseta, para volver a dar paso al ruido del viento, que soplaba bajito, constante.


El desierto era un lugar cruel, y vivir bajo tales inclemencias solo puede llevar a un hombre a sucumbir o a fortalecerse. Y Estanislao tenía la piel engrosada y el carácter gélido de quien ha vivido toda la vida en el desierto. Solo los ojos, muy claros, transmitían con la expresión cierto aire de fragilidad, de tristeza.

Desde hacía años vivía en el rancho dentro del campo del patrón, que no tendría más de diez metros cuadrados. Se levantaba muy temprano todos los días: en verano, se encargaba de esquilar las ovejas, y en invierno de arriarlas para que se alimentaran. En el rancho, un catre y una salamandra sobre la que descansaba una pava siempre caliente eran su única compañía. Había tratado de traer una china al rancho más de una vez, pero siempre terminaban por irse, no sabía si a causa del aislamiento, el clima tan adverso o la soledad, o quizás todo eso junto.

El hogar de su infancia no había sido demasiado diferente, solo que por entonces lo compartía con cinco personas más. El recuerdo de aquellos años, de sus ilusiones y sueños, era ahora una sombra, se sentía muy diferente del niño que pulsaba por irse andando en su bicicleta a otra ciudad, donde otra vida lo estaría esperando. Siempre soñaba con ver una de esas máquinas maravillosas que había visto una vez en el televisor de su tío. “Un globo aerostático” le había dicho, y el nombre se la había quedado pegado en la cabeza y lo perseguiría como un recuerdo constante de todo lo que el mundo tenía para ofrecer y cuán poco él había vivenciado.

Pero todo aquello estaba muy enterrado ahora; la vida había querido que se quedara ahí, en el desierto, con el viento como única compañía. Y el puma que lo acechaba.

La primera vez que lo había visto estaba arriando las ovejas. El puma lo miraba desde lo alto de una meseta, como estudiando sus movimientos. Ese día, también fue el día que se cayó del caballo, algo raro en él, porque era un jinete habilidoso. Pero había algo en el puma que lo hipnotizó y le hizo perder la concentración. Y cuando se cayó, lo hizo con un grito desgarrador, la pierna le sangraba a borbotones y se veía el fémur asomando a través de la carne. Esa herida lo marcaría de por vida y le daría esa cojera que él tanto odiaba. 

Pasaron meses hasta que estuvo recuperado del todo. Cuando volvió al campo, el invierno estaba próximo y sabía que se acercaban meses difíciles. Subirse al caballo le suponía un esfuerzo enorme y la pierna mala le dolía más cuando hacía frío. Pero no pasó demasiado tiempo cuando lo volvió a ver. Esta vez, estaba mucho más cerca que la vez anterior, y pudo apreciar mejor su porte majestuoso y su mirada acechante. Se apresuró a ir al corral antes del anochecer y cerrar bien la tranquera. Luego fue al rancho y trabó bien el pestillo detrás de él. Esa noche lo escuchó rugir muy cerca y aunque trató de permanecer calmo, el temor se apoderó de él.

Después de esa noche, había buscado el rifle que guardaba debajo del catre y lo había dejado cargado al lado de la puerta, y ya no salía al campo sin él. Y siempre se aseguraba de terminar sus diligencias antes de que se pusiera el sol. Algunos días le parecía verlo a lo lejos y otras veces le parecía oír su rugido entremezclado con el silbido del viento.

Solo fue necesario un momento de descuido y la traición del destino, una tranquera mal cerrada que se abrió con el viento y dejó escapar a las ovejas. Tuvo que salir en medio de la noche y con un viento infernal a arriarlas de vuelta al corral, y al volver, lo vio. Estaba a tan solo unos pocos metros de distancia, caminando lentamente hacia él y relamiéndose los colmillos. Se quedó petrificado. Nunca había estado tan cerca de un puma. Era bastante grande, debía medir unos dos metros de largo. Palpó el rifle que tenía colgado del hombro, para asegurarse de que seguía ahí. Retrocedía a medida que el animal se acercaba. Unas gotas de sudor le cayeron por sobre los ojos. Despacio agarró el arma, amartilló, apuntó y disparó. El animal cayó muerto. Esperó unos segundos y se acercó. Se agachó, apoyó la mano sobre el vientre inerte y se echó a llorar. Era hermoso. Con un sabor amargo en la boca, se dio cuenta de su fracaso.

Se pasó la mano por los ojos para secarse las lágrimas. Volvió a colgarse el rifle en el hombro, entró al rancho y cerró la puerta. Se encargaría del puma por la mañana.


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