Estar en blanco.


Estar en blanco.


El cursor titilando incansablemente en el monitor.


Ti-ti-lando, ti-ti-lando, casi que suena como los latidos del corazón, o como las agujas de un reloj que mira el tiempo pasar sin que alrededor nada productivo suceda.


El tiempo, infame tirano, apremia, acecha. 


Como un animal de presa agazapado, al que no ves hasta que ya es demasiado tarde; así es el tiempo: te devora, te consume sin que te des cuenta. 


Se llenan unas líneas, ¿qué hiciste de productivo hoy? ¿Viviste o subsististe?


A esto se ha reducido la existencia humana: a vivir bajo el yugo constante de las agujas. Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tres segundos o tres años. El peso del tiempo te carcome.


De lo que no hiciste.


De lo que no dijiste.


Quién pudiera volver a la página en blanco, a la primera letra, a la primera palabra, al tiempo olvidado que transcurría lento entre las cigarras y el sopor del verano.


¿Qué hiciste de productivo hoy? Escribir, saborear, oler un perfume especial, escuchar su voz, acariciar los pétalos de una flor.


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